Julio levantó un adoquín con las dos manos y lo sostuvo debajo del mentón por unos instantes. La espalda se le arqueaba hacia atrás por el peso.
– ¿Lo matamos? – me preguntó
– Ya está muerto- le dije yo que nunca fui muy despierto pero que sabía distinguir unas tripas saliendo entre las plumas cuando las veía. Subió los hombros como diciendo ¿Qué importa? Y soltó la piedra con toda la fuerza que pudo sobre el gorrión. La cabeza salió disparada y quedó entre mis piernas. Me miró, se rió y me dijo:
– ¿Vamos a ver si le vemos las tetas a la Virginia?
Y Fuimos. Siempre íbamos. Los recuerdos del verano en mi infancia podrían reducirse a las tetas de Virginia. Las descubrimos sin querer una vez a la siesta cuando, subidos en el techo del vecino, encontramos un cajón con revistas viejas en donde podían verse algunas mujeres desnudas en blanco y negro. Las revistas eran Semanario y por aquel entonces parece que era sexy que las mujeres tuvieran pelos en la concha. A mí me gustan depiladas. Hoy me gustan depiladas pero en aquel entonces jamás había visto una que no estuviera en esas revistas. Años más tarde conocería mejor la naturaleza femenina en fotos a color de revistas de mi generación. Las conocí en el colegio. Es verdad que uno aprende más de lo que se imagina. La primera revista eminentemente pornográfica que llegó a mis manos, era una Eroticón en cuya tapa aparecía una mina que ostentaba el extraño record de poseer tetas de siete kilos y medio cada una. No eran tetas agradables pero lo que a mí de verdad me interesaba eran las conchas, y había muchas.
Eso fue después, cuando ya había comprendido lo que era una concha, pero en esos días, en aquella siesta de verano –lo recuerdo como una aparición de la virgen, como un milagro-, cuando Julio me dijo- Mirá, mirá, se le ven las tetas-, lo que me puso la piel de gallina eran las tetitas de Virginia. En el patio de su casa, que se comunicaba por la medianera con el patio de la mía, Virginia tomaba sol. Estaba recostada en una toalla sobre el pasto y se había quitado el corpiño del biquini para que no se le marcaran las tiras.
Las tetas de Virginia formaron parte de la mitología de nuestra infancia. Siempre volvíamos al mismo lugar para volver a verlas, pero nunca más las vimos.
Años después, ya en mi pubertad, sabiendo ya no sólo cómo era una concha, sino también para qué servía, me presentaron a Virginia en una fiesta. Lo recuerdo bien. Nos saludamos con un beso y desde ese momento no pude dejar de mirarle las tetas. Tenía una remera con un escote no demasiado provocativo, pero yo no necesitaba más que eso. Ya las conocía, esas tetas habían sido objeto de mi devoción. Con ellas, creo, había aprendido a masturbarme. Después del saludo sentí la que debe haber sido la erección más incómoda de mi vida. Presentía que todos podrían apreciarla y temía que alguien lo hiciera notar en voz alta. Ya le había sucedido así a un compañero del colegio, al Palanca, y el pudor se convertía más bien en temor. Con una mano en el bolsillo intentaba acomodarme la pija hacia arriba, para que no hiciera bulto. Imagino ahora ese cuadro y pienso que no podría haber sido más patético. Ella estaba ahí, Virginia, la primera aproximación que tuve a lo que era una mujer. Virginia. Noches de insomnio, atardeceres sobre el techo, asomado sobre el tanque de agua del vecino, mirando para el patio, rogando al dios de las mujeres desnudas para que volviera a aparecer. Virginia. Que apareciera y me descubriera y disimulara. Que volviera a recostarse en una toalla roja sobre el pasto y volviera a desnudarse para que yo pudiera dormir tranquilo. Que se desnudara y después me llamara, que me dijera – Vení y me dejara morder sus tetas, chuparlas, sacarle la bombacha y sentir la humedad de su sexo. Que me tomara la cabeza y la llevara hacia ahí abajo, para que le chupe la concha, para hacerme escuchar de verdad esos jadeos que había escuchado tantas veces en mi casa, en mi habitación, en mi cabeza. Virginia. Esa noche no hablamos más; ella era un par de años mayor que yo y poco debe haberle interesado cualquier interacción conmigo.
A veces subo a fumar un cigarrillo al techo del vecino. Las revistas ya no están, ignoro completamente cuál habrá sido su destino, pero detrás del tanque de agua, en aquel patio, Virginia sigue apareciendo, casi desnuda, buscando su cuota de sol, me ve, me saluda, pero nunca va a poder siquiera imaginarse el poder que tiene sobre mí.